¿Quién
se atreverá a ponerlo en duda? Pero es dolorosa la constatación. Es dolorosa
sólo si, haciendo la artera traslación que demasiado simplistamente nos
proponen las fábulas, la adaptamos a los seres humanos. Y claro que puede ser
adaptable. Pero estamos retratando entonces el funcionamiento de la más
primaria de las neurosis. Algo muy serio, algo muy delicado, algo que toca
las fibras más sutiles del entramado de debilidades constitucionales del ser
humano.
Y,
como siempre, el que hace uso de un refrán de este tipo es un mero espectador.
Un mirón que se arroga el derecho a establecer sentencias desde la cómoda
imperturbabilidad de la distancia. Un psicólogo de salón. Con la frialdad que
otorga la ausencia de implicación personal en los acontecimientos, en las
circunstancias, en las emociones en vivo. Lejos de una real inmersión en los
problemas del observado.
Nos
encontramos ante un refrán del tipo testimonial. No da consejos, no conmina a
nada: simplemente retrata un hecho. Y un hecho al que nada hay que oponer. Está
incluso descrito con elegancia, con economía verbal, con sutileza, con gracia.
Podemos imaginarnos la escena fácilmente: el gato súbitamente alerta, escapando
con una pequeña carrera y un elástico salto, de un peligro... inexistente. De
un peligro que sólo está en su mente. Su inocencia y su simplicidad nos resulta
divertida. Pero para el gato (joven, suponemos) que se ha escaldado, huir del
agua fría es lo lógico, teniendo en cuenta que seguramente ha establecido una
asociación mental muy simple, muy primitiva, acorde con su limitada capacidad
intelectual: a partir de su mala experiencia, cualquier recipiente con agua
pasa por la posibilidad de que contenga agua hirviendo. Ha aprendido algo, en
efecto, pero lo ha aprendido mal. Porque desde que los humanos supimos utilizar
el fuego (y ya ha pasado tiempo), el agua puede tener una variedad enorme de
temperaturas. Y él (que no sabe utilizar el fuego) ya no va a conseguir
diferenciar unas y otras. O tal vez ni siquiera va a intentarlo. Si puede
quitarse de en medio con un simple y elástico salto, para qué detenerse a
comprobarlo...
Aunque
incluso, paradójicamente, el dato en sí pueda ser puesto en cuestión por un
autor cuya afición a los gatos está sobradamente documentada:
El
recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares
empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran
mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la
letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se
alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos
media taza de agua a cien grados o poco menos (...)
Julio Cortázar. “Final del juego”.
1945-1964
Pero
sigamos, más allá de la curiosa contradicción. ‘Escarmiento’ es una palabra
añeja. Añeja y adusta. Se le suponen valores pedagógicos al escarmiento, porque
es ‘castigo ejemplar’ (Corominas), es decir, daño que sirve como ejemplo. El
gato escaldado ha salido escarmentado de la propia torpeza a que le ha
conducido su curiosidad. Así aprenderá. Sólo que..., como siempre que en lugar
de recompensa sobrevenga el castigo, aprenderá mal.
Sí,
desgraciadamente, estamos en cierto modo muertos —vivimos como si ya hubiésemos
vivido todo— y nos negamos a aceptar que cada momento es un regalo único e
irrepetible. El mundo —y nosotros con él— está en perpetua transformación. No
puede haber dos experiencias iguales, por definición. Y los seres humanos,
cuando no hemos sido marcados a fuego, lo sabemos. Pero, repetimos, los
refranes, como las fábulas, nos comparan demasiado impunemente, demasiado
tristemente, con los animales.
Antirrefrán: “Gato escaldado inteligente huye sólo del agua hirviente”
· (Grabado: Rudy Espinoza)Antirrefrán: “Gato escaldado inteligente huye sólo del agua hirviente”
Pobre gato!!
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