Ni
hablar. Ni se te ocurra insultarme, y menos aún por darme algo. No tienes
ningún derecho a despreciar a nadie por el hecho de creerte generoso. Y además,
de esa forma dejas de ser generoso en lo realmente importante: en el talante.
La base real de la generosidad consiste en no sentirse superior: por eso se da,
por fraternidad, y no por soberbia condescendiente. No en vano el significado
etimológico de ‘compañero’ es ‘el que comparte el pan’. El que da con altivez
no da: vende. Vende egolatría o, en el mejor de los casos, mercancía espiritual
a cambio de riqueza. Sólo que esa mercancía es refractaria a la compra. No se
cotizan en ninguna bolsa las acciones espirituales, porque son como papel mojado:
al poner la firma que autentifica su propiedad se borran automáticamente los
términos de la compraventa.
El
segundo verbo en imperativo (en vez de en subjuntivo: dame pan aunque me
llames tonto) tiene algo de masoquismo irredento. O quizás pretende ser
tan realista, tan popularmente sabiondo, que asume y bendice, de antemano, la
necesidad de humillar que tiene el poderoso, o simplemente del que puede dar
algo. Aún más, exige la humillación como pago. Tanto es así —y esto es lo más
abominable—, que está proponiendo lo que él considera un trueque justo y
provechoso para ambos: dame y recibe algo a cambio: el permiso, garantizado de
antemano, para humillarme. Vistas así las cosas, el que pide (dame) está
insultando, llamando déspota y prepotente a aquél al que solicita el favor,
puesto que le presupone (le prejuzga como) un tirano. Por lo tanto, éste (el
pedigüeño) es el realmente orgulloso.
Parece
un juego de manos, o mejor dicho, de palabras, pero no hay trampa ni cartón en
los razonamientos: intuitivamente percibimos que el que dice el refrán está
criticando al dadivoso. Como ocurre en general con los refranes, no parece que
tampoco ésta sea una frase que el interesado (el que necesita pan) vaya nunca a
decir de manera directa al sujeto al cual pide. Vemos que, en efecto, sonaría
un tanto insultante. Es más bien, como siempre, una categorización indirecta de
alguien o de alguienes que no están presentes. En definitiva, comadreos,
murmuraciones y descréditos.
Hay,
naturalmente, una primera lectura, más superficial pero igualmente válida, que
nos lleva a reconocer en el pedigüeño del refrán una absoluta falta de
dignidad. O bien por su extrema necesidad, o bien porque está acostumbrado
a sufrir escarnios y ha perdido toda dimensión moral de autoestima. En cualquiera
de los dos casos, no parece la persona más apropiada para que su lema vital
puede convertirse en ejemplo para nadie, y menos aún en universal consejo.
Por
último, diremos que es cierto que la palabra ‘tonto’ suaviza y relativiza
aparentemente la intensidad de todo lo dicho antes. Parece un insulto infantil,
casi inocuo. “Dame pan y llámame miserable”, por ejemplo, adquiriría otra
dimensión, y pondría en evidencia lo que, como hemos tratado de explicar, se
esconde debajo. Pero en la vida real todos sabemos que, gracias a la
plasticidad del lenguaje y mediando una adecuada entonación, ambas palabras se
hacen fácilmente sinónimas (o mucho más que sinónimas).
Es más brutal, pero más sincera, ésta
versión: Échame pan y llámame perro.
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