Refranes y aforismos
Otra de las justificaciones usuales para defender el uso
“moderado” de los refranes se basa en la idea de que “hay veces que conviene
hacerles caso”, que “en ciertas circunstancias resultan absolutamente
válidos...” No creo en tales distinciones. Si el refrán Piensa mal y
acertarás no puede emplearse como un sabio aforismo en todas las ocasiones,
entonces es que no es un sabio aforismo. Y la diferencia entre un aforismo
universal e intemporal, y una reflexión particular solo adecuada a las
circunstancias del caso que nos ocupe, es abismal.
Por seguir con el ejemplo citado, es evidente que en un
momento dado podemos llegar a la conclusión de que, tal y cómo se están
desarrollando las cosas, “hay que recelar de las intenciones de determinada
persona”, o incluso “sospechar que nos está engañando”. No vamos a caer en el
estúpido maniqueísmo de negar que, en muchas ocasiones, el contenido de
un refrán cuadra perfectamente con situaciones que estamos experimentando. El
problema es que, al utilizar la fórmula acabada del refrán en lugar de
cualquier frase que exprese nuestra propia reflexión personal, por muy parecida
que sea, estamos convirtiendo gratuitamente nuestra experiencia particular en ley
universal, estamos reafirmando un malhadado tópico, remachando un planteamiento
vital intolerante y elevándolo a una categoría pseudo-filosófica que añade una
gota más de escepticismo y ramplonería al océano del pensamiento colectivo. Y
son tantas gotas y tantas personas vertiéndolas minuto a minuto, día tras
día...
Pensemos que cualquier frase más o menos ambigua
puede ser utilizada metafóricamente y que resultaría relativamente fácil
aplicarla como alegoría a acontecimientos o circunstancias de la vida cotidiana.
Tomemos cualquier frase bimembre, como por ejemplo, “Esta noche ha llovido,
mañana hay barro” (que son los primeros versos de una conocida jota
castellana). ¿No es cierto que al cabo de una semana encontraríamos un buen
número de situaciones donde poder citarla sin que se nos tomase por seres
rematadamente locos? Tal vez sí un tanto extravagantes, si entre los oyentes
hay personas que conocen la canción. O geniales. Como es el caso del
mentalmente retrasado pero entrañable jardinero de la novela de Jerzy Kosinski
“Being there” (“Bienvenido Mr. Chance”, llevada al cine y
protagonizada magistralmente por Peter Sellers), que llega a las más altas
esferas de la política estadounidense a base de triviales afirmaciones
(interpretadas simbólicamente por los sesudos asesores presidenciales) sobre el
único tema en el mundo que conoce: la jardinería.
Éste es, ni más ni menos, el mecanismo de funcionamiento de
los refranes: una frase más o menos brillante, en este caso conocida, traída
por los pelos para enfrentarla de modo alegórico a un hecho vital cotidiano con
el fin de categorizarlo globalmente y de que sirva de modelo para otros casos.
Tan solo hay que recordar que, como todos los especialistas reconocen, podemos
encontrar refranes tanto para reafirmar un punto de vista como el contrario.
¿Qué fiabilidad podemos entonces otorgarles?
Por otro lado, hay centenares de refranes que establecen
paralelismos directos o indirectos entre determinadas actitudes humanas y los
diferentes prototipos animales: cabra, caballo, perro, cerdo, oveja, gato... El
arraigo popular de que ha gozado la fábula (Esopo, Fedro, La Fontaine,
los Roman de Renart, Iriarte y Samaniego, John Gay...), subgénero literario en
el que los personajes son animales que imitan a las personas para que, al
final, las personas (y sobre todos los niños, a los que en teoría van
dirigidos) imiten los modelos humanos con que el fabulista ha caracterizado a
los animales, ha hecho también mucho daño. Y no sólo por la consabida y
simplista moraleja edificante con que invariablemente acaban los relatos, sino
por esa burda y rústica traslación de esquemas de conducta animal a un
ininventariable abanico de hondas pasiones humanas. Es evidente que ha existido
un continuo trasvase de contenidos entre la fábula y el refranero a lo largo de
la historia y que ambos se han nutrido uno del otro. Lo cierto es que, por
mucho que el desnaturalizado periodismo científico (cada vez más amarillento)
afirme que el ratón y el ser humano poseen una estructura genética idéntica en
un 99 por ciento, malinterpretando a los verdaderos científicos, las
diferencias reales son positivamente incalculables. A pesar de que pueda tener
su gracia el pueril juego de las comparaciones “naturalistas” (también podría
funcionar la parodia sustituyendo a los hombres por plantas y flores, ¿por qué
no?), lo evidente es que los humanos no somos tan esquemáticos ni tan
fácilmente etiquetables.
Autores a la contra
Es lógico que una mente tan sagaz y afinada como la de
Quevedo abomine de estas expresiones populares, alegando, entre otras lindezas,
que provienen de visiones del mundo parciales y de un elemental empirismo
acerca de la naturaleza y la condición humana y, por otro lado, considerándolos
lenguaje y metaforía muerta que un artista debe desdeñar[1].
O, como afirma en “Política de Dios, gobierno de Cristo” (1626-1635): “Vulgar
cosa son los refranes; mas el pueblo los llama Evangelios pequeños.”
También reniega de ellos por boca de uno de sus personajes
teatrales:
Justa: Sois un vejete clueco, hecho de barro, depósito
de tos y del catarro, alma de güeso que por miserable penando está en braguero
perdurable, todo refranes, como el dueño, güeros.
Francisco de Quevedo y Villegas.
“Entremés de los refranes del viejo celoso”, 1620
Cervantes también hace de su Don Quijote un paciente
sufridor de la incontinencia refranera de Sancho, pero a veces protesta de esta
manera:
...toda
esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de
refranes y de malicias.
O de esta otra:
¡Sesenta
mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás
ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento.
Un alegato serio y mucho más moderno es el que hace Simone
de Beauvoir al afirmar que los refranes expresan “sistemáticamente la bajeza,
la futilidad, la hipocresía” de la condición humana, y constituyen una apología
de la mediocridad.[2]
A pesar de que, como ya hemos dicho, el refranero ha gozado
y goza de enorme crédito y reputación entre la mayoría de los escritores, y de
que hay muchos que hacen uso de él para dar voz a sus personajes más populares,
tras una larga e intensa búsqueda, aún hemos encontrado otros textos de
autoridades que respaldan nuestro propósito de desprestigiar al refrán, y que
no nos resistimos a incluir aquí.
Cada refrán les sirve como una trinchera, y en el
breve claro que dos de ellos dejan, disparan su asta maligna. La imprecisión
del hablar y del pensar, característica de los campesinos, les facilita
sobremanera las emboscadas donde ocultan sus intenciones y poderosos instintos.
José Ortega y Gasset. “El espectador
I”, 1916
Cuanto más saben algunos de los otros, de sí saben
menos; y el necio más sabe de la casa ajena que de la suya, que ya hasta los
refranes andan al revés. Discurren mucho algunos en lo que nada les importa, y
nada en lo que mucho les convendría.
Baltasar Gracián. “El Discreto”,
1646
(...) en varias ocasiones he comentado la nocividad de
los refranes, sobre todo en las mentes meridionales.
Gregorio Marañón. “Discurso de
recepción ante la Real Academia Española”, 1934
Por último, como curiosidad, incluimos esta otra cita,
también del doctor Marañón (en un libro de texto para estudiantes de medicina),
que logra refutar científicamente la veracidad de un refrán de un modo
irrevocable.
«Enfermo
que bosteza, pronto la cama deja», dice el refrán; no siempre es así.
Patológicamente
tiene muy poca significación.
I. Hay
neurósicos (histéricos) o dementes que bostezan incesantemente.
II. Se
presentan también los bostezos en serie en casos de encefalitis letárgica (v.
pág. 653).
III. Se
ha señalado el bostezo incesante en tumores del lóbulo frontal (véase pág.
773).
IV. El
bostezo es una de las manifestaciones frecuentes de la crisis de hipoglucemia
(v. pág. 547).
V. Se
presenta en algunos casos de tetania (v. pág. 762).
Gregorio Marañón. “Manual de
diagnóstico etiológico”, 1943
Sabemos que este pequeño estudio puede ser considerado un
atrevimiento, pero no por ello hemos de callar. Tómese como un ejercicio de
crítica de índole psico-sociológica, sin otra pretensión que la de llamar la
atención a la opinión pública acerca de los modos y maneras en que aceptamos
sin rechistar los diversos productos culturales. Somos conscientes de que el
tema merece mucha mayor atención y dedicación, pero vaya este pequeño ensayo
como adelanto. Si lograse producir polémica nos daríamos por satisfechos. Y si
a partir de él surgirán estudiosos más y mejor cualificados que tomasen nuestro
testigo para profundizar en nuestras tesis, miel sobre hojuelas.
La
selección de proverbios que hemos hecho para este estudio está basada
fundamentalmente en su popularidad. Utilizando, por supuesto, criterios
subjetivos. No podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que en lengua
española hay catalogados 65.083 refranes, variantes incluidas[3]. Naturalmente, hay infinidad
de ellos tan evidentemente insultantes, retrógrados, sexistas o humillantes
(algunos muy conocidos) que, para ahorrar obviedades al lector, no los hemos
incluido en nuestro análisis. Adjuntamos en el Anexo una muestra de
algunos (que, benévolamente, podríamos llamar “recalcitrantes”) relacionados
con los temas del dinero, la mujer — uno de los temas preferidos
del refranero—, la educación y la muerte, puesto que si nos
planteásemos revisar todos los tópicos la tarea sería casi infinita. Lo cierto
es que con respecto a estas materia hay muy pocos que se salven. Espero que tal
listado sirva para hacernos una idea rápida acerca de la categoría moral y el
desarrollo intelectual del refranista clásico.
Por otra parte, también hay que decir que existen refranes
(no tantos, no tantos), que respetamos absolutamente y a los que no se nos
ocurriría poner un pero o cambiar una sola palabra.
[1]
Eugenio Asensio. Itinerario del entremés. “Desde Lope de Rueda a Quiñones de
Benavente”, 1965-1971
[2]
Citado por Louis Combet. Obra citada.
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