Lo
de los refranes sentenciosos, inmovilistas, dictaminantes es sangrante. Otra
vez estamos delante del agudo fisonomista moral, del profundo conocedor de la
naturaleza humana que nos alecciona, cómo no, acerca de la imposibilidad de que
las personas cambien. De que incluso por mucho que lo intenten, por más
esfuerzos que hagan para transformarse a lo largo de los años, jamás lo
conseguirán: El que tonto va a la guerra, tonto vuelve de ella; El
que asno nace, asno se queda; El que de santo resbala, hasta demonio no
para; El que nace para ochavo, no puede llegar a cuarto; El que
nació para melón, nunca llegará a sandía; El que tonto nace, tonto muere;
Aunque la mona se vista de seda, mona se queda, etc... Están condenados
a repetirse, porque lo llevan en la sangre. En la casta, en la ralea, en los
genes (o el genio), en el temperamento, en la impronta, en la catadura, en la
raza...: cuántas palabras como fierros al rojo para marcar de por vida no a las
reses sino a las personas. Hoy, siglo XXI, la casi siempre simplista
información periodística sobre los avances de la microbiología en el
desciframiento del mapa genético humano todavía tiende a remachar esa funesta y
falsa idea de que el delincuente o el enfermo de bulimia están ya predeterminados
desde antes de nacer; algo parecido a lo que a finales del XIX el fanático y en
su época famoso criminólogo Cesare Lombroso pretendiera demostrar mediante el
estudio de los rasgos físicos hereditarios de los asesinos.
¿Por qué esta necesidad de predecir el comportamiento de
los seres humanos? Porque para las mentes acostumbradas a manipular la
realidad, para los poderosos y su inmensa legión de ayudantes, así está todo
mucho más ordenado, y más claro. Es preferible tener todo etiquetado y que nada
se mueva, que nada se trastoque. Naturalmente, podríamos hablar de tendencias,
de preferencias e incluso de predisposiciones de las personas a comportarse de
determinados modos. Siempre serán hipótesis, porque a la hora de la verdad las
conductas reales muchas veces consiguen sorprendernos. Cosa que es difícil que
suceda con los animales. En todo caso, vincular el instinto de supervivencia de
la cabra —que, como dice Cela, “huye por el monte arriba, a las peñas a las que
no llega el lobo”[1]— al comportamiento
humano es, cuando menos, mezquino. Y erróneo. Pero de ello ya hemos hablado en
la introducción.
Establecer
de antemano la conducta que va a desarrollar un ser humano supone negarle toda
posibilidad de superación, de crecimiento, de evolución. Lo cual es justamente,
por definición, lo más antihumano que puede imaginarse. ¿Para que habríamos
nacido, pues? ¿Para qué habríamos de vivir, si todo está ya escrito y
sentenciado desde la cuna? ¿Ni siquiera la posibilidad que ofrece la aventura
de la existencia, con sus miles de insospechados avatares, logrará jamás
hacernos cambiar en nada? Una vez más comprobamos que es la cómoda filosofía
del nihilista, del escéptico, del pesimista irredento la que prefiere el
refranero. Para que nada cambie jamás.
Incluyo
una cita literaria que apoya lo dicho, aunque he de reconocer que he hallado
decenas en las que los personajes utilizan el refrán para justificar algún
comportamiento, propio o ajeno.
Eso de
que puta la madre, puta la hija, que la cabra siempre tira al monte, todo
eso es mentira y te lo digo yo que me da lo mismo: en las que se casan hay
luego de todo, como pasa con las de honra.
Fernando Quiñones. “Las mil noches
de Hortensia Romero”, 1979
Y
para ilustrar lo ramplón que resulta el refranero en sus trasposiciones
animalísticas, aquí van otros ejemplos relacionados con la cabra, a cual más
brutal y más agorero:
A la
mujer y a la cabra, la cuerda larga.
Cabra
coja, no tenga fiesta.
Cabra
manca, a otra daña.
Cabra
que no da leche, y cuando da la tira.
Cabras y
cabritos, a todos nos traen fritos.
Donde
rumian cabras, chivos nacen.
El hijo
de la cabra, cabrito ha de ser.
Si el
chivo no le mama, ganancia para la cabra.
La más
ruin cabra, revuelve la manada.
Quando
todos te dixeren que eres cabra, bala.
Antirrefrán:
“Cabra que tira al monte, del cabrero se esconde”
[1]Camilo
José Cela. “Judíos, moros y cristianos”, 1956.
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