Desde luego, quién puede negar que ser reservado parece algo
conveniente. Lo que ocurre es que con respecto a esto de ‘guardar silencio’ nos
encontramos con un buen número de matices:
1.
Mejor es no hablar que decir estupideces, sin duda: Habló el buei y dixo mu.
¿Alguien ha expresado mejor y de una forma tan sincrética, la previsible
decepción que produce escuchar las trascendentales simplezas de un simple?
2.
También es importante, claro que sí, la firmeza de la discreción, la, a veces,
heroica virtud de ser capaz de guardar un secreto: Boca cerrada, mas fuerte
es que una muralla. En ocasiones es altamente recomendable, pues hay espías
(militares e industriales) por todas partes.
Cierta vez, un reportero preguntó a Einstein:
—¿Existe
una fórmula para obtener éxito en la vida?
—Sí, la
hay.
—¿Cuál
es? —preguntó el reportero, insistente.
—Si A
representa al éxito, diría que la fórmula es A = X + Y + Z, en donde X es el
trabajo e Y la suerte —explicó Einstein.
—¿Y qué
sería la z?
Einstein
sonrió antes de responder:
—Mantener
la boca cerrada.
Jorge Volpi. “En busca de Klingsor”,
1999
3.
Incluso es valiosa la sagacidad necesaria para mantener a buen recaudo las
claves de nuestra propia libertad de acción, de nuestros propios misterios, ya
que es cierto que Por la boca muere el pez. O, aún más directamente: Dinero
y pecados, cada cual los tiene callados.
4.
Resulta algo más espinosamente ambigua la validez de guardarse de ir de bocazas
por la vida, de ir diciendo a todo el mundo lo que no quiere oír. Y, en este
sentido, vamos a tomar el siguiente consejo por donde no quema: Boca de
verdades, cien enemistades. O incluso puede ser recomendable no ir
continuamente levantando liebres por culpa de lo que uno siente o piensa en un
momento dado:
Porque veas, como dizen, que a boca cerrada no
ensuzió mosca, ni todo lo que se siente en el coraçón se deve encomendar
a la lengua.
Juan Rodríguez Florián. “Comedia
llamada Florinea...”, 1554
Aunque
también la fogosidad de la incontinencia verbal, como opuesta a la frialdad
cerebral, posee sus ventajas (y sus a veces sangrientos inconvenientes):
El
divorcio es más propio de razas que no hablan que de nosotros,(...) nosotros
latinos, si llegamos a irnos para no regresar, nos vamos después de haber
sacado los colores a la cara, pensando tal vez en que la mejor palabra es la
que no se habla, en que una palabra trae otra, en que en boca cerrada no
entra mosca, pero sin por tan buenos pensamientos dejar de hablar y hablar
y hablar y hablar hasta enloquecer al punto que lo que podía haber concluido en
un frío divorcio, en una honesta separación, finaliza en una tragedia roja y tremenda.
Miguel Ángel Asturias. “El fracaso
del divorcio”, artículos periodísticos, París 1924-1933.
5. Pero lo grave del asunto es que también se puede callar
por cobardía o por malsano interés personal, y entonces no parece tan
virtuoso el silencio. El tema no va contigo, así que calla y deja hacer, por
más que lo que veas te parezca terrible o injusto. Disimula y “suénate los
mocos”, que dicen los anglosajones. Pero ser testigo mudo de una
ignominia es ser cómplice y responsable por omisión. Y me temo que es hacia
este pusilánime consejo hacia donde más apunta nuestro refrán.
Hay que deslindar los matices de las cosas, porque no todo
puede entrar en el mismo saco. El proverbio que estamos analizando se beneficia
precisamente de una cómoda generalización, de la relajada ambigüedad de dar por
sobreentendido que toda clase de discreción es de por sí virtuosa. Y no. Porque
manteniendo la boca cerrada uno se libra de problemas pero, a pesar de saberse
respaldado por un “saber popular” tan miserablemente antisolidario (Boca
cerrada y ojo abierto, no hizo jamás un desconcierto), uno también sabe que
está siendo menos persona de lo que debería. Hay cientos de novelas y de
películas donde se expone el áspero conflicto personal entre la medrosa
tendencia a no complicarse la vida y las personales exigencias éticas. Y, como
sabemos, en la más aplastante mayoría de ellas no sale demasiado bien parado el
refrán.
Digamos
también que existen multitud de oficios sumamente delicados en función de la
citada “complicidad” que requieren.
—No
tiene importancia, pero no olvide que para trabajar con el dinero de los demás
hay que ser muy reservado: en boca cerrada no entran moscas; lo decía mi
tío.
Ángel Palomino. “Torremolinos, Gran
Hotel”, 1971
Es
normal, pues, que esta clase de actividades aporte algún tipo de beneficios,
como constata este oportunista refrán: Cierra la boca y comienza abrir la
bolsa.
El
tema de la autocensura parece que ha dado ocasión para múltiples “reflexiones”
populares, la totalidad de ellas a favor, por supuesto:
Una
imprudente palabra, nuestra ruina a veces labra.
Una
palabra deja caer una casa.
Sabio es
quien poco habla y mucho calla.
El que
callar no puede, hablar no sabe.
Habla
poco, escucha más y no errarás.
Calla,
haz, y con la tuya te saldrás.
El
idiota grita, el inteligente opina y el sabio calla.
Uno es
dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla.
Es fácil ver tras ellas el miedo a acabar azotado, en
galeras, o frente al tribunal de la Inquisición.
En fin, para terminar con mejor pie, demos la palabra a este
intuitivo personaje de novela:
Me oyes, ¿verdad, niño mío? Qué importa mi boca
cerrada; ¡cuando piensas con alma te oyen!
José Luis Sampedro. “La sonrisa
etrusca”, 1985
Podríamos
citar como antirrefrán otro refrán: El que calla, otorga, pero
preferimos confeccionar uno a su medida.
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