No,
por favor, no me digas quién soy. Guárdatelo para ti. Ya sé que aunque no te
diga con quién ando, porque no te lo voy a decir, tú ya crees saberlo. Porque
me observas, me vigilas, me piensas mal, me inventas mal. Crees que me he
salido de los márgenes que tú mismo has definido como buenos para mí. Crees que
estoy sometido a malas influencias y que no tengo la suficiente personalidad
como para resistirme a sus efectos nocivos. Crees, por lo tanto, que soy débil,
inseguro, inestable, cobarde, estúpido, que no tengo ni tendré nunca criterios
propios. Crees que no soy nada.
No
comprendes que las personas —y sobre todo las que se están formando— tienen que
aproximarse a sus propios límites de seguridad, que necesitan palpar, incluso
peligrosamente, sus borrosos contornos, poner a prueba su confortable mundo de
certidumbre, aventurarse a salir del redil de protección que otras personas, o
incluso ellas mismas, han levantado a su alrededor... No comprendes que
solamente así se puede aprender a confiar en uno mismo y que lo que en realidad
necesita el que está creciendo (y todos deberíamos estar creciendo
permanentemente, hasta la muerte) es sentir a su lado a una persona que confía
en él, que cree en él, que le autoriza a explorar, a arriesgarse, a
aventurarse... ¿No es así como aprendimos a caminar?
Y además, por el simple hecho de creer que puedes decirme
quién soy, te equivocas. Porque aquel que se considera autorizado para administrar mi libertad jamás puede
saber quién soy. Está demasiado ofuscado por el miedo a perder su influencia
sobre mí. Y si te hago caso —reflexiona—, deberías aplicar así el refrán: ¿con
quien ando?: contigo. Ya ves cómo soy: bueno, obediente y miedoso. Aunque has
de saber que, incluso así, igualmente te equivocas. Es mentira. Sólo has
inoculado momentáneamente en mí tus miedos.
Bien.
¿Qué tenemos en este refrán? El empeño de definir a las personas, la necesidad
de catalogarlas, el ansia de etiquetarlas. Y, por supuesto, basándose en
referencias circunstanciales, ajenas a ellas mismas, a su propia identidad.
Prejuicios, miedos, paternalismo, actitud de control... Miedo a la libertad
de los demás. Desconfianza, una vez más.
Desde
la otra perspectiva, es decir, desde el uso indirecto del refrán, como
veredicto sobre la situación de terceras personas más o menos distantes, como
comentario malicioso de observador, es igualmente prejuicioso. ¿Por qué no
evaluar a las personas por sí mismas, en lugar de hacerlo por supuestos grupos
de referencia ya categorizados? Lo curioso es que se sobreentiende que no
existen pruebas reales para sentenciar al sujeto al que se aplica la
admonición, sino simplemente la conjetura de que el que se mezcla con la maldad
acabará siendo malo.
Tomemos
como ejemplo el uso que hace del refrán este preclaro pedagogo franquista,
experimentado maestro de los signos de exclamación:
¡Alerta,
pues, con los libros impíos! ¿Por qué? Porque dime con quién, andas, y te
diré quién eres. ¿Lees las obras de los enemigos de Dios y de tu fe?
¿Saboreas sus pensamientos? ¿Te empapas en sus sofismas? ¿Te interesan sus
calumnias? ¿No arrojas con desdén lejos de ti esas páginas en que ridiculizan
tus creencias y se mofan de tus dogmas? ¡Estás perdido! ¡Bien pronto perderás
la fe! Hoy aún crees, mañana militarás en el campo de los impíos. ¡Apóstata!
Ramón Sarabia. “¿Cómo se educan los
hijos? Lecciones de pedagogía familiar”, 1945
Para terminar, me cuesta mucho no citar a al genial Quevedo,
que hace un uso socarrón del refrán de marras. Y, además, por si al final
resulta que, por mucho que aquí nos empeñemos, se trata de una máxima
irrevocable, tampoco está mal que nos procuremos su lúcida compañía:
Lo otro,
su vecindad es sin comparación mejor, pues anda siempre, en hombres y mujeres,
vecino de los miembros genitales; y así como dice el refrán Dime con quién
andas, diréte quién eres, él se acredita mejor con la compañía que tiene,
que no los ojos de la cara, pues son vecinos de los piojos y caspa de la
cabeza, de los mocos de las narices, de los gargajos de la boca y de la cera de
los oídos, cosa que dice clara la ventaja que les hace el venerable ojo del
culo.
Francisco de Quevedo y Villegas.
“Gracias y desgracias del ojo del culo”, 1620
Se complementa con estos otros refranes:
El que
mal anda, mal acaba
No con
quien naces sino con quien paces
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