El “gancho” del refrán
Lobo.-
Cría cuervos y te sacarán los ojos.
Aura.- ¿Qué
ganas con herirme?
Lobo.-
Yo no he dicho nada.
Matías Montes Huidobro.
“La sal de los muertos”, 1960
La utilización del refrán se apoya en gran medida en la
permisividad con que, especialmente en los países latinos, asumimos e incluso
celebramos el cinismo de los demás. ¿A qué nos referimos? Si observamos
atentamente al que cita un refrán en un momento dado, comprobaremos que nunca
llega a comprometerse del todo con aquello que “aparentemente” está valorando o
sentenciando. Él solamente dice una frase que, por otra parte, ni siquiera ha
inventado. La frase puede tener gracia en sí, como un chiste, y más aún si se
sabe aplicar a cada caso particular con la suficiente inteligencia e ironía. La
mayor parte de las veces es probable que los demás, los que la escuchan, la
conozcan. Y si no es así, tanto mejor: más impacto producirá la novedad del
juego de palabras entre los presentes, que tenderán a memorizarla para poder
usarla en otras ocasiones, dado que, como frase breve y metafórica que se
aparta ligeramente del contexto, se supone que constituye una aguda sentencia
universal e intemporal. Es más, por lo general, la frase no es en absoluto
incierta en sí misma: puede incluso ser una aserción irrebatible. Por el
humo se sabe dónde está el fuego, por ejemplo. ¿Quién puede refutar esta
afirmación tan simple, tan peregrina y tan aparentemente inocua? Si hay una
tercera persona que está presente y que, sintiéndose herida por las
insinuaciones que está vertiendo el que ha citado el refrán, se encara con él,
éste podrá argüir: “Yo no he dicho nada”. Y podrá repetir su frase sin que, en
puridad, se le pueda acusar de estar inmiscuyéndose en cuestión alguna. Aunque
no siempre sean éstas las circunstancias, la base de la utilización de los
refranes reside en este juego de equívocos. No se alega nada, sólo se insinúa,
con mayor o menor grado de implicación o de compromiso. Y en esta variabilidad
de riesgos, en este juego de fintas, en la elección de la “indirecta” más
lejana o más ceñida a cada situación vital (por eso hay tantas donde elegir) radica buena parte de la gracia y de la impunidad del refranista. Siempre
amparado en ese cinismo de base que consiste en no comprometerse con una
valoración franca, unívoca, personal y de propio cuño.
Evidentemente, se busca la complicidad social, el
compadreo. Por supuesto, se busca en el propio ámbito en el que se pronuncia el
refrán, entre las personas que están presentes o con las que se dialoga. Pero
mucho más importante aún: a la hora de formular su sentencia, el refranista se
siente amparado, sostenido e incluso jaleado por una anónima e intemporal
colectividad que, cual fantasmal legión justiciera, trae a su memoria y pone en
su boca la fórmula inapelable que ha de servirle como justificación a la hora
de adoptar cualquier tipo de ramplona o miserable actitud personal frente a lo
que le sucede a él o acaece a los que a su lado conviven.
Refranes y modismos
Hay que dejar claro que en ningún momento pretendemos
despreciar ese maravillosamente polisémico juego de piruetas verbales, guiños,
elipsis y sobreentendidos, frases hechas, retruécanos, dichos populares...
Estamos hablando de los giros verbales o modismos —esos que en el
diccionario de la RAE vienen reseñados bajo el epígrafe de “formas complejas”—,
que contienen una riqueza expresiva excepcional, nos dan noticia de la forma de
vida cotidiana de las gentes a lo largo de la historia y constituyen hallazgos
verbales de aguda y sutil inteligencia (la de sus autores igualmente anónimos,
pero bien reales). Solo que, a diferencia de los refranes, no pretenden ser
didácticos, agoreros, resabiados, aleccionadores ni dispensadores de una
pretenciosa filosofía vital.
Es importante dejar bien clara las divergencias entre
modismo y refrán. En el DRAE no suelen aparecer refranes, sin embargo se cuelan
bastantes, lo que facilita las confusiones. Veamos cómo también se mezclan las
churras con las merinas en este fragmento de una celebradísima y divertida
comedia:
MARIDO ¡Cabal! Conque le abordé al Melecio, porque los hombres
hablando se entienden, y le dije: Las cosas claras y el chocolate espeso: esto
pasa de castaño oscuro, así que cruz y raya, y tú por un lao y yo por otro; ahí
te quedas, mundo amargo, y si te he visto, no me acuerdo. Y ¿qué le parece que
hizo él?
AMIGO ¿El qué?
MARIDO Pues contestarme con un refrán.
AMIGO ¿Que le contestó a usté con un refrán?
MARIDO (Indignado.) ¡Con un
refrán!
Enrique Jardiel Poncela. “Eloísa está debajo del almendro”, 1940
A mi entender, el único refrán que tenemos aquí es Los
hombres hablando se entienden. Vemos que esta idea tiene una dimensión (o
la pretende) de uso universal, perdurable en el espacio y en el tiempo, y está
expresada en forma de acabada sentencia. Por cierto que, en cuanto a su
contenido, pertenece a ese exiguo conjunto de refranes a los que no encuentro
nada que objetar: alienta la expresión de los conflictos personales frente a
los malos entendidos, y puede ser considerado un buen consejo, un aforismo útil
en la mayoría de las circunstancias. Las cosas claras y el chocolate espeso
no significa otra cosa aquí que “hablemos con toda claridad”, utilizando un
símil a la contra con respecto a la nula transparencia que ha de tener un buen
chocolate a la taza. Para mí no es un refrán, puesto que el término ‘cosas’ no
pretende definir a todo el universo sino que se refiere a los temas que en esa
situación concreta están siendo ocultados. Y por lo tanto no busca establecer
un concepto general, una abstracción infalible para toda ocasión. El resto
también son modismos.
Y es que los modismos, más allá del vocablo-concepto
individual, definen con términos de uso común complejos rasgos de las más
variadas situaciones específicas, puntuales, y retratan gestos, estados de
ánimo, circunstancias, actitudes... con una grosería o con una finura siempre
llenas de matices. Son frases adverbiales prefabricadas que enriquecen
expresivamente las ideas personales que se desean transmitir autónomamente. En
el término ‘adelante’ encontramos en el DRAE, por ejemplo: ‘con los pies por
delante’, ‘adelante con los faroles’, ‘con una mano detrás y otra delante’,
‘cabo adelante’... En la palabra ‘pan’
se registran 82 formas complejas, entre ellas ‘pan comido’, ‘ganarse el pan’,
‘ser un pedazo de pan’, etc..., además de las diferentes variedades de pan
existentes (‘pan ázimo’, ‘pan de salvado’...), incluyendo expresiones tan
penetrantes como ‘coger a uno el pan bajo el sobaco’ (ganarle la voluntad,
dominarlo), ‘hacer un pan como unas hostias’ (haber hecho algo con gran
desacierto o mal resultado), dar ‘pan y callejuela’ (dejar el paso libre a
alguien)... En definitiva, deseamos reivindicar aquí la importancia de esa
sutil e inteligente ambigüedad con la que, también especialmente en los
países latinos, se comunican las gentes.
Pero no es de gentes dignas ampararse en la
celebración generalizada de tal ambigüedad comunicativa para dejar caer esos
torticeros mensajes subliminales que son la mayoría de los refranes.
Y ésta es otra de las claves que proponemos para un análisis
de urgencia del refrán como medio de comunicación: funcionan como mensajes
subliminales. Puesto que, como decíamos, no se atienen a razonamientos
directos, son brevísimos y condensados, surgen en cualquier momento de una
conversación y muchas veces, por de sobra conocidos, pasan desapercibidos —en
su más oculto significado latente— para nuestro pensamiento consciente. Por eso
mismo, creemos necesario poner al descubierto el veneno que la mayoría de ellos
(ojalá pudiéramos hacerlo con todos) encierra en sus entrañas.
Lo más grave es que muchos de ellos están cimentados
sobre símbolos ancestrales, sobre ideas-fuerza con enorme calado en el
inconsciente colectivo, sobre poderosas imágenes arquetípicas extraídas de la
protohistoria del hombre que, con casi absoluta certeza han sido utilizadas
como elementos referenciales de una verdadera sabiduría transmitida oralmente
en épocas remotas de la humanidad. Como siempre, las posteriores ortodoxias,
tanto religiosas como políticas, han tenido la maña de utilizar estos saberes,
profundamente insertados en la conciencia del pueblo, para, apoyándose en
ellos, dotarlos de un nuevo significado, tergiversando las ideas originales.
Son, según el famoso refrán, los cuervos que criamos los que nos han de
sacar, supuestamente, los ojos, y no los gatos, o las palomas.
Porque el significado simbólico de un cuervo que saca los ojos, perfectamente
asentado y vivo en nuestro recuerdo inconsciente, posee específicas
connotaciones mágicas asociadas a la posibilidad de ver más allá de lo que nos
dictan nuestros sentidos, como explicaremos en el epígrafe dedicado a dicho
refrán. Y es uniendo y manipulando de forma maniquea esos símbolos arcaicos
mediante una nueva y pedestre argumentación moralizante como se obtiene el
refrán. Creemos haber desentrañado algunas de estas claves en los análisis
pormenorizados de los refranes.
Es realmente grave. Se ha desactivado el contenido
mágico-poético de las ideas originales (solamente recuperables mediante un
profundo análisis mitológico, puesto que pertenecían, como los cuentos de hadas
—igualmente desfigurados en su simbolismo y desprestigiados como infantiles— a
civilizaciones anteriores al uso de la escritura: Con el pan nació el refrán),
produciendo con ellas pseudosilogismos de tipo racional, lineales y simples.
Una vez más, el pensamiento analógico de la poesía ha sido derrotado en favor
del pensamiento dual (digital). Lo vemos hasta en la propia estructura
sintáctica de los refranes: la mayoría de ellos contienen dos frases, dos
ideas, dos verbos. Si A... B. Más vale A que B. Cuando A... B. Quien a buen
árbol se arrima, buena sombra le cobija. Peor son todavía los que se libran
de esta ley, es decir, los sentenciosos, pues estos ni siquiera llegan a lo
dual: Una golondrina no hace verano. Afirmación tajante, no discutible,
no argumentable. Pensamiento único.
Por todo lo anteriormente dicho, disponen de un tremendo poder
evocador. Son eficaces dispositivos generadores de consistentes y complejas
imágenes mentales. En este sentido funcionan como verdaderos relatos
hiperbreves, capaces de disparar nuestra capacidad re-creadora con la
enorme carga de emotividad que pone en marcha todo discurso narrativo, con sus
personajes, situaciones, conflictos y desenlaces (quizás éstos últimos
demasiado previsibles, pero no por ello menos dramáticos, patéticos o cómicos),
micro-condensados en una pequeña pero brillante frase. En todo refrán hay un
desarrollo argumental de primera.
Ideología del refrán
Por otro lado, es evidente que el repertorio de refranes favorece
la pereza mental. Es de una comodidad realmente simplista acudir a una
frase hecha para analizar o justificar una situación vivencial que,
seguramente, debería exigir siempre la utilización de todos los mecanismos de
percepción y de juicio de que disponemos. Pero a veces preferimos simplificar,
adocenarnos y formular una sentencia valorativa absolutamente impersonal,
retrógrada, masificadora y tan poco escrupulosa como un refrán. De pronto, de
manera acrítica y tal vez sin demasiada conciencia de ello, por el hecho de
acudir a un refrán nos estamos identificando ética y moralmente con una mayoría
anónima e intemporal absolutamente egocéntrica y reaccionaria. No hace falta
más que echar un vistazo al listado de refranes que incluimos en el anexo de
este libro para convencerse. Y, lo que aún es peor, citando el refrán
colaboramos a su difusión. Sin ser del todo conscientes del alcance de nuestro
gesto, estamos promocionando una forma de ver el mundo completamente
trasnochada. De esta manera fueron diseñados: para que se expandieran como las
epidemias, transmitiendo sus virus a través del más arraigado y sencillo
contacto cotidiano de nuestra era: el de la incontinente verbosidad.
Podría alegarse que, en realidad, los refranes son en
esencia neutros. Que no quitan ni ponen nada. Que son simples, acendrados y
sutiles retratos psicológicos de la condición humana. Tal vez. Pero, en todo
caso, son modelos representativos de la peor condición humana. Es como
si, ya antes de nacer, sobre nuestra cabeza pendiese amenazador un compendio de
defectos, un catálogo de emociones, percepciones y actos humanos, prefigurados
muy de antemano, en el que, por el simple hecho de ser mortales, por fuerza
habremos de calzar de una u otra forma. Así es el refranero de pretencioso.
Como si se nos quisiese hacer creer que las (en realidad infinitas)
posibilidades del hombre pudieran estar minuciosa y pormenorizadamente
codificadas en solo unos dos mil potenciales rasgos —casi todos ellos
deprimentes, mezquinos, interesados— mucho antes de que éste tenga siquiera la
oportunidad de llevar algo a cabo. Como si estuviésemos condenados, antes o
después, a encajar en una lúgubre realidad malévolamente diseñada.
Más adelante, en los análisis pormenorizados, trataremos de
ir desmenuzando la naturaleza de la ideología
que oculta cada refrán seleccionado, pero avancemos ahora algunas
características generales. Por ejemplo, es notable el pesimismo que el
refranero destila. Salta a la vista el hecho de que en el conjunto de los
proverbios castellanos subyace una filosofía vital basada en la suspicacia y en
la desilusión. Lo inteligente es no confiar en nadie, imaginar el peor futuro,
descreer de todo. Un pensamiento como éste: Quien bien te hará, o se te irá
o se te morirá, solo puede haber sido producido por una mente aquejada de
profunda depresión, por un espíritu herido y cerrado a cualquier idea positiva
de la vida. Pero no debe considerarse este ejemplo como una chusca nota de
amargura y pesimismo, como una excepción traída por los pelos. Hay ejemplos a
espuertas: Los placeres son por onzas, y los males por arrobas; Mala
noche y parir hija; Los amores se van, los dolores se quedan; Fue
puta la madre y basta, la hija saldrá a la casta; Días de mucho, vísperas de
nada...
Veremos también el fuerte componente de individualismo que
contienen muchos de ellos. De machismo, por supuesto, y de cobardía, de
oportunismo, de autoritarismo, de violencia... Y también escucharemos avisos,
multitud de asustadizos avisos de alerta para que no te engañen, no te la den
con queso, no se rían de ti, no te den gato por liebre...
Pareciera que el pueblo solo debe considerar valioso lo que
rinde beneficios materiales (Dame pan y llámame tonto), lo que mantiene
la estabilidad y favorece el conformismo (En boca cerrada no entran moscas),
lo que sirve para guardar las apariencias (De noche todos los gatos son
pardos) y la abstinencia o el control de todo tipo de placeres (De
grandes cenas están las tumbas llenas), frente a la idea que se pudiera
tener de que el refranero tiende a favorecer los goces de la vida.
Tanto es así que la mayor parte de la literatura
castellana desde el Siglo de Oro, y lo que es peor, de la poesía, ha quedado
impregnada de dicha negatividad.
El escepticismo de Rojas, o el de la novela picaresca, o el del refranero
popular[1]
requería el antídoto de una fe omnímoda en el valor del mundo y en el de
cuantas cosas y acciones son susceptibles de valorizarse. Habría habido que
afirmar que todo es importante y hasta trascendental.
Ramiro de Maeztu. “Don Quijote,
Don Juan y la Celestina. Ensayos en simpatía”, 1926
Falso y lúgubre realismo, herencia intelectual maldita, tal
y como expresa, airado, el personaje de una excelente novela:
(...) eso que tú llamas la realidad, con brillos en los ojos, de
la pasividad, la conformidad, la tontería, la mala letra, la peor de todas las
literaturas y para tragarlo todo, lo mismo que para desengrasar una ración de
callos, el refranero español con su insulsa mala leche y el tedio:
acidia.
Álvaro Pombo. “El metro de platino iridiado”, 1990
Pero el simple hecho de que cualquier persona pueda (y se
atreva) a transformar cada refrán, a elaborar su propio antirrefrán, demuestra
que no son frases inamovibles, ni axiomáticas ni lapidarias. Y, naturalmente,
aún mucho más la conducta de tantos miles y millones de seres humanos que
diariamente las refutan.
Lo que nos negamos a aceptar, por tanto, es que la verdadera
sabiduría popular esté representada en el refranero, ya que, como se intenta
establecer en este libro, la mayor parte de él es de una naturaleza
invariablemente conservadora, clasista, sexista, racista, paternalista,
egoísta, desconfiada, pesimista... No, el verdadero pueblo, el que realmente
debería servir de modelo, el que siempre surge en los momentos difíciles si
está libre de manipulaciones, no es así. Su tendencia innata es la de ser
generoso, tolerante, participativo, confiado, optimista y valiente, como tantas
veces a lo largo de la historia ha demostrado. Un pueblo que afortunadamente
cada vez más y en lo más profundo de su ser, considera perfectamente superado
este “agarbanzado refranero lapidario[2]”
Cráneo previlegiado
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