Los “más vale” de los refranes son terribles, casi sin
excepción. Y hay centenares de ellos. Es el síndrome de la balanza amañada,
podríamos decir. Que consiste en enfrentar dos opciones, dos actitudes, dos
éticas y decidir tajantemente, sin ningún tipo de comentario, razonamiento o
reflexión, que una (casi invariablemente la más conservadora) es mejor que la
otra. Pura dictadura mental.
En este caso, el resultado de la comparación es, más que
absurdo, siniestro. Recomendar la privación de curiosidad, de búsqueda,
de aventura es condenar al ser humano a la más morosa supervivencia. Es castrar
todas sus posibilidades de crecimiento y evolución.
Sí, ya sabemos que el refranero es a veces exagerado,
porfiado y zumbón, y que si le gusta pecar de algo es de contumacia, por lo que
—podría alegarse— no debe tomarse la frase en sentido literal. ¿Es una simple y
cínica boutade? Bueno, no resulta tan evidente. De hecho, puede
perfectamente seguirse al pie de la letra, y todos conocemos casos y
situaciones en los que se ha seguido. Pero es que aunque eliminásemos de ella
ese toque de sufrido masoquismo, ese punto de chulo escepticismo, seguiría
siendo una frase impresentable. ¿Acaso “más vale bueno conocido que
bueno por conocer” parece más viable? De ningún modo. Y eso que ésta es más
peligrosa, por aparentemente realista y —perdón por tanto ‘ismo’— por
brutalmente posibilista. Aquí tenemos un ejemplo con cierta solera de años.
Escribe un tratadista político (¡cómo no, hablando de posibilismo!)
latinoamericano sobre el tema todavía actual de la reelección de presidentes de
gobierno:
Hay un adagio que dice «mas vale malo conocido que
bueno por conocer», el cual es falso, porque antepone lo malo efectivo a lo
bueno posible; pero si ese adagio se muda diciendo «mas vale bueno conocido que
bueno por conocer», entonces tiene razón y le sobra, pues está claro que lo
bueno seguro es preferible a lo bueno problemático.
Marco Fidel Suárez. “Sueños de
Luciano Pulgar, III”, 1923
Gran
error que, incluso atendiendo a la lógica más tonta, salta a la vista. Porque
lo bueno por conocer es, por definición, desconocido, y no se puede por tanto
categorizar. Pertenece al ignoto universo de lo futuro, y sólo prejuzgándolo de
forma interesada y pesimista se puede comparar desventajosamente con lo que
tenemos en el presente. Naturalmente, uno tiene perfecto derecho a hacer
cábalas y previsiones futuristas y, tras profundos análisis (si el tema en
juego es importante), preferir quedarse como está. Triste es creer que
‘quedarse uno como está’ pueda ser meramente posible, porque, según ha quedado establecido
en la ley de la entropía, no hay nada en este mundo que permanezca quieto,
pero, en fin, nos hartamos de desearlo casi cada minuto de nuestra vida y de
rabiar porque no lo logramos (es decir, porque no “nos dejan” lograrlo). Desde
luego, el cambio es lo que más tememos, y también —empeñados siempre en el
vehemente esfuerzo de apoltronarnos— lo que, bajo el nombre de fluidez, más
añoramos. Lo curioso es que el cambio es justamente lo que nos permite vivir. Y
si no que se lo pregunten a nuestro organismo. Ahora bien, que, encima de todo,
una frase lapidaria nos venga a decir que ni siquiera debemos sopesar opciones,
que lo que hay que hacer es decir NO directamente... Eso ya es, como decíamos,
macabro.
La
verdad es que hay refranes que le van a determinados personajes como anillo al
dedo. Hete aquí una muestra:
Luego
los períodos de permanencia ministerial se hicieron más largos (en torno a los
cinco años) porque Franco, como dice su primo en sus memorias, prefería lo
malo conocido que lo peor por conocer.
Javier Tusell. “La España de
Franco”, 1989
Se trata de una variante visionaria, de un pesimismo ya
irredento. Aquí la palabra ‘peor’ no deja resquicio alguno al optimismo: el
ministro siguiente será sin duda peor. ...Y lo más terrible es que en este caso
seguramente tenía razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario