Nadie es profeta en su tierra



El único fin de este refrán es justificar la envidia. Nada mejor para ello que sacarse de la manga esta ilógica y sorprendente ley universal que pretende dar carta de naturaleza a la supuesta incapacidad del ser humano para reconocer la valía de un coterráneo, de un vecino, de un propio. Somos así, y no hay nada que hacerle. Y nadie tiene la culpa. Contra las leyes naturales no se puede luchar.
¿Pero no se trata, más bien, de la rabia que nos produce que uno como nosotros, uno que ha gozado o sufrido parecidas circunstancia a las nuestras, uno al que conocemos incluso de habérnoslo cruzado por la calle, uno de nuestra generación y de nuestro pueblo, ciudad, barrio, país, haya triunfado y nosotros no? ¿Que alguien haya salido de la mediocridad general? ¿Quién...? ¿Ése? Ése es un enchufado. Un meapilas. Un listillo. Un señorito. Un cuentista. Un mafioso.
Así, ante su éxito fuera de nuestras fronteras (locales, comarcales, nacionales) tenemos dos opciones: O bien concluir que los de fuera, los que le han reconocido, son absolutamente estúpidos y se han dejado engañar, o bien, si el triunfo es clamoroso y/o universal, afirmar con cínica y colectivizada culpabilidad: “nadie es profeta en su tierra”. Solamente así, podremos otorgarle algunos de los honores que hasta ese momento le negamos. Y dejar para cuando haya muerto o esté a punto de hacerlo, todos los demás. Y entonces llorarle más que nadie y reivindicar con todos los furores que era de nuestro pueblo, barrio, ciudad, nación. Que incluso estuvimos a punto de conocerle un día cruzando una calle.
Sé que no estoy diciendo nada nuevo. Que la envidia por el éxito ajeno es algo familiar (dicen que especialmente entre los españoles). Ya lo sé. Pero es que este refrán, este famosísimo y utilizadísimo refrán la justifica. La da por hecho. La reafirma. La promueve. Y, por si fuera poco, para más escarnio, solo excepcionalmente se cumple.
La palabra ‘profeta’ nos suena a algo muy grande, muy valioso. A una de las cotas más altas que un ser humano puede alcanzar: la sabiduría. Pero también —con ese retintín de laicismo y de incredulidad de castellanos viejos, tan universal por otra parte, y a veces tan sano— nos huele a santurronería, a estafa, a pretenciosidad. Ahí radica la ambigüedad del mensaje, y en esa ambivalencia de connotaciones, tan extremas, aparece el matiz de la justificación. Ni sí ni no. ¿Es una alabanza o un insulto? Tome cada cual el sentido de la frase pronunciada contra/a favor de un tercero triunfador por donde le venga en gana. O bien: nadie es profeta en su tierra porque a los de aquí no nos la da con queso un estafador, o nadie es profeta en su tierra porque, qué le vamos a hacer, los de aquí somos todos unos ignorantes. Tanto da. O, simplemente, las dos cosas al mismo tiempo. Pero no decimos que lo que sucede es que somos envidiosos, eso no.
Porque, además, automáticamente, por simple el hecho de que “el profeta” sea escuchado fuera, la capacidad de escucha de los de dentro, que fue a los que primero habló y no quisieron escucharle, queda puesta en cuestión. De alguna manera el sistema, el status quo le rechazó, con lo cual ahora hay que dudar seriamente del sistema. A no ser que echemos mano de un axioma indiscutible como el que dicta el refrán para tranquilizar las conciencias y hacer que todo siga igual.
La frase es, claro, más conocida por el Nuevo Testamento (Mateo 13,57; Juan 4,44), donde se afirma que fue pronunciada por el propio Jesús en Nazaret (Galilea), su tierra natal, ante un exiguo auditorio por el rechazo a oírle de los de su pueblo. Y, en todo caso, sí quedó demostrada fehacientemente con su crucifixión por sus propios paisanos hebreos, que, en esta ocasión, incluso dos mil años después de su muerte siguen sin considerarle digno de crédito. Aquí se trata, pues, de un retrato de la miseria humana supuestamente expresado por la propia víctima, por el propio profeta, y no por un o unos terceros, que podrían ser sus propios discípulos presentes en la escena. Se trataba ya por entonces de una frase hecha[1], bien conocida de todos. Pero, como todo refrán, no es una reflexión, sino la categorización de un sentimiento en términos populares, y seguramente de esa manera tan fácil quedó en la memoria de los que después transcribieron y retranscribieron y recontratranscribieron la escena. No imagino a un Jesús sabio y profeta soltando refranes a diestro y siniestro como un Sancho Panza.
Lo que nos recuerda (aunque no sea éste el caso) que el refrán sirve igualmente de justificación al fracasado, aunque ni siquiera haya conseguido demostrar sus capacidades en el extranjero. Achacando a la envidia de los vecinos su falta de éxito y dando por cierta esta supuesta y vergonzante ley como excusa que viene al pelo.
Los árabes dicen: El sabio es en su patria como el oro oculto en la mina.

Antirrefrán: “Tierra de nadie es el profeta”




[1] Cf. Iribarren. Obra citada
Grabado de Gustave Doré

No hay comentarios:

Publicar un comentario