No
tengo nada contra este refrán. Porque no es más que una excelente descripción (o
más bien denuncia) en forma de alegoría, de una específica actitud humana, una
más del amplio catálogo de miserias que nos adornan, síntesis de cobardía y
jactanciosidad al mismo tiempo. Y quizá también, como lectura algo más lateral,
de un salvaje gesto de violencia ante la frustración personal o las ansias de una
venganza ya imposible. Pero la frase no pretende inculcar ni hacer prevalecer
ninguna opción moral o ética, tal vez porque es el simple retrato-relato
magistralmente sintético (cinco palabras) de una acción (alancear a un muerto)
que produce ya de por sí una reacción de rechazo en el oyente, que de forma
casi visceral la considerará una auténtica bellaquería. Es en realidad un
dicho, más que un refrán, como, por ejemplo Llueve
sobre mojado, o Donde las dan las
toman, descripciones sumamente gráficas de circunstancias, estados o consecuencias
de hechos aplicables a muy diferentes acontecimientos y que no incluyen
sentencia alguna. Frases hechas las denomina la gramática.
La
carga irónica, o más bien mordaz, incluida en la frase, que sí predispone sutilmente
a un juicio o a una valoración, al escarnio y divertimento, la aporta una sola
palabra: ‘gran’. En ese ‘gran’ se expresa la vacua pretenciosidad del gesto del
actuante, que el testigo de la acción retrata: ‘gran lanzada’. Más sarcástico sería,
naturalmente, ‘poderosa lanzada’, o incluso ‘heroica lanzada’, pero casi
siempre lo sarcástico o lo sardónico es mucho menos elegante que lo simplemente
irónico, más contenido. Por supuesto que, como toda frase hecha, esta se puede
aplicar a multitud de situaciones en las que no hay moro muerto, ni lanzas, ni
Cristo que lo fundó. Es un inteligente símil cuyo mensaje emocional, al
escucharlo, inmediatamente trasladamos, con las pertinentes modificaciones
circunstanciales, al hecho o al sujeto del que se está hablando. Así, con ese
sentido ridiculizante, me parece más ajustada la definición del Diccionario de
la Real Academia de 1817 (“Refrán con que se hace burla de los que se jactan de
su valor cuando ya no hay riesgo.”), que la actual, más políticamente correcta,
en donde aparece sin el adjetivo ‘gran’ (Lanzada
a moro muerto: “Ataque u ofensa contra enemigos, obstáculos, situaciones,
etc., ya inexistentes.”) Covarrubias sí que no se muerde la lengua: “(A moro muerto, gran lanzada; proverbio común, en oprobio de los cobardes
fantarrones.” (Tesoro de la Lengua Castellana, 1611)
Aunque
tiene precedentes en textos de mediados del siglo XV (por ejemplo en la anónima
“Crónica de Don Álvaro de Luna”, pero con otra expresión: A moro muerto,
matallo, y más como exhibición de crueldad y venganza, pues ordena poner la
cabeza de su enemigo en lo alto de una pica), aparece literalmente por ejemplo
en los versos de otro poeta, también anónimo [Cartapacio de Francisco Morán de
la Estrella], datados entre 1536 y 1585. Lo vemos en este terceto
sorprendentemente ¡amoroso!:
“Si estoy quanto es posible a vos rendido
de qué sirve mostraros tan ayrada,
ques dar a moro muerto gran
lanzada.”
Sin
embargo, la más precisa y clara explicación del refrán que he encontrado, pues
es prácticamente una escenificación literaria del mismo, la tenemos en “La vida
y hechos de Estebanillo González”, también de autor anónimo, de 1646.
En
ella Estebanillo contempla la batalla (guerra de los Treinta Años) “desde
talanquera”, es decir, bien a salvo, y cuando ha terminado con clara victoria
de los propios, según cuenta él en primera persona, “me esforcé a bajar a lo
llano, por cobrar opinión de valiente y por raspar a río vuelto. Y después de
encomendarme a Dios y hacerme mil centenares de cruces, temblándome los brazos
y azogándoseme las piernas”, se encuentra en el campo de batalla rodeado de
cadáveres enemigos. “Y diciendo «¡qué buen día tendrán los diablos!», empecé
con mi hojarasca [espada] a punzar morcones, a taladrar panzas y a rebanar
tragaderos, que no soy yo el primero que se aparece después de la tormenta ni
que ha dado a moro muerto gran lanzada.”
Dejo
que el propio autor sin nombre continúe con su maestría el divertido relato
ilustrativo del castigo a tal vileza y cobardía: “Fue tan grande el estrago que
hice, que me paré a imaginar que no hay hombre más cruel que un gallina cuando
se ve con ventaja, ni más valiente que un hombre de bien cuando riñe con razón.
Sucedióme (para que se conosca mi valor) que llegando a uno de los enemigos a
darle media docena de morcilleras, juzgando su cuerpo por cadáver como los
demás, a la primera que le tiré despidió un ¡ay! tan espantoso, que sólo de
oírlo y parecerme que hacía movimiento para quererse levantar para tomar
cumplida venganza, no teniendo ánimo para sacarle la espada de la parte adonde
se la había envasado, tomando por buen partido el dejársela, le volví las
espaldas y a carrera abierta no paré hasta que llegué a la parte adonde estaba
nuestro bagaje, habiendo vuelto mil veces la cabeza atrás por temer que me
viniese siguiendo.”
¿Queda
aclarado el sentido del refrán? Más miserable y más desalmado no puede ser.
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