De
nuevo la absoluta desconfianza. Y es que es una terrible constante: para el
refranero, el sabio es, por encima de todo, desconfiado con las intenciones de
los demás, hasta casi rayar en la paranoia. Vaya una sabiduría de pacotilla.
En
este caso, la desconfianza es de índole sexual. Estamos ante el proverbio que
aconseja con mayor firmeza la represión sexual. Porque ni siquiera
precisa justificarla. Dando por sentado que hay que cortar en seco las
posibilidades de relación sexual entre las personas a las que alude el refrán,
la cuestión de fondo que plantea es: no te dejes engañar con su supuesta
“santidad”. Hay, porque se deduce de la semántica de la sentencia, una relación
jerárquica entre los tres personajes (uno de forma elidida u oculta) que
protagonizan esta narración hiperbreve. El “santo” y la “santa” están
supeditados a la autoridad y a la vigilancia de un tercer personaje que tiene
el poder de levantar una pared de cal y canto entre los dos, o de colocarlos
físicamente en habitaciones perfectamente separadas. No son libres. Están
sometidos a una formal y rígida disciplina externa, o a las exigencias de una
siniestra moral imperante.
Subsiste
en esta sentencia, por lo demás, la famosa ironía malévola y anticipatoria
típica del refranista (la del “a mí no me la dan con queso”): a ese ‘santa’ y
ese ‘santo’ del refrán casi se les puede ver escritas en el aire, en lugar de
los halos de beatitud, las comillas de sarcasmo que ponen en severa duda la
verosimilitud de ambos epítetos. Al igual que ocurre con tantos refranes
dedicados a “desenmascarar” santos ajenos, lo que, al parecer, constituye una
de las actividades preferidas del pueblo refranero:
A buen
santo te encomiendas.
A cada
santo le llega su hora.
Antes es
Dios que los santos.
Cara de
santo, uñas de gato.
Del
santo me espanto, del pillo no tanto.
El que
de santo resbala hasta demonio no para.
El Santo
más milagrero es San Dinero.
Fíate
del santo y no le prendas vela.
Rogar a
Dios por los santos, mas no por tantos.
Hay más
santos que nichos.
Ni santo
sin estampa ni juego sin trampa.
De
cintura para arriba todos santos y de cintura para abajo todos diablos.
Lo
peor es que se da por hecho, claro, que los santos de distinto sexo no deben
comunicarse entre sí, charlar, jugar una partida de cartas, contarse chistes,
orar en santa unión o —lo más injusto de todo—, fornicar.
La
noción de este peligro que entrañaban las conversaciones con persona del sexo
contrario estaba tan arraigada en España que había llegado a cuajar en el
conocido y rotundo refrán entre santa y santo, pared de cal y canto, y a
lo largo de toda la literatura del Siglo de Oro es muy frecuente encontrar
alusiones en semejante sentido.
Carmen Martín Gaite. “Usos amorosos
del dieciocho en España”, 1972
Es
tan significativamente represor el proverbio que hay pensadores que han llegado
incluso a categorizar la salud mental de todo el pueblo español por el hecho de
mantenerlo vivo en su refranero:
La
actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se expresa, con
brutalidad y concisión, en dos refranes: la mujer en casa y con la pata rota y entre
santa y santo, pared de cal y canto. La mujer es una fiera doméstica,
injuriosa y pecadora de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y
conducir con el freno de la religión.
Octavio Paz. “El laberinto de la
soledad”, 1950-1959
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