Falso.
Nuestros sentidos poseen serias limitaciones, pero no toda la información que
recibimos nos llega a partir del procesamiento de los datos que ellos nos
envían. Nuestra visión, por ejemplo, está adiestrada para captar de manera
consciente solo las vibraciones lumínicas de un determinado intervalo, muy
estrecho, de todo el espectro de radiación electromagnética. El rango visible
va desde 350 nanómetros de longitud de onda (color violeta) hasta 750
nanómetros (color rojo). Por encima (radiación ultravioleta) y por debajo
(rayos infrarrojos), hay un infinito campo lumínico que no vemos. Y sin
embargo, está presente y, de algún modo, lo percibimos. Llega a nuestro
subconsciente y produce sus efectos en nuestra sensibilidad, por más que seamos
incapaces de concienciarlo. Con los demás sentidos ocurre lo mismo. En los
sueños de cada noche nos autocomunicamos gran parte de toda esa información.
Es decir, percibimos mucho más de lo que nuestros sentidos
nos dicen. A esa parte de la percepción que no catalogamos como objetiva la
llamamos intuición. Y, como todos sabemos, la intuición es, en realidad,
la pieza clave en el momento de tomar las decisiones más importantes.
¿Y qué dice este refrán? Pues nos propone que encubramos
nuestras verdaderas intenciones y hagamos ver a los demás (o a quien
corresponda) solo lo que nos interesa que crean. Nos dice que podemos
ocultar la verdad ateniéndonos al cínico presupuesto de que los demás (o
quien corresponda) no deben, o no saben, o no pueden hacer uso de su intuición.
Este refrán es de uso general, naturalmente, pero todos
sabemos que se utiliza muy especialmente con los niños. Esos seres que sí
tienen desarrollada su intuición —y a veces muy desarrollada— pero a los que
resulta fácil negársela. A los que podemos confundir con todo un arsenal de
razonamientos y de actuaciones “objetivas”. Al final, sin embargo, todo sale a
la luz. O, al menos, surge entre las tinieblas; es decir, de forma más sinuosa
y enfermiza, en forma de componente básico de multitud de neurosis infantiles y
adultas.
Cuando se utiliza con adultos, tiene idénticas motivaciones
y se basa en los mismos argumentos. Se está infantilizando al adulto.
No queremos negar que hay situaciones especiales en las que
es preferible ocultar ciertas informaciones que, por su propio interés, es
mejor que los afectados no conozcan, pero jamás creamos que, aunque así su
consciente no las racionalice, dejará por ello de sentirlas en lo más profundo
de su ser. Aunque, no nos engañemos, el refrán no se refiere a estos casos tan
sensibles: es mucho más impúdico. Mucho más interesado. Ojos que no ven,
corazón que no siente invita descaradamente a que se guarden las
apariencias y se olvide uno de todo lo demás, porque si se oculta la verdad con
cuidado, con impecable insolencia, no se estará haciendo daño a nadie. Conmina
a que olvidemos que el aire se corrompe un poco más con cada alevosía, por
mucho que a los ojos de los demás quede oculta. Y ese aire llega siempre
primero al que comparte nuestras vivencias, nuestras emociones. En realidad,
ese aire nos llega y nos ahoga a todos.
A veces es uno mismo el que no quiere ver. También hay un
refrán cómplice para ello: Carta cerrada, si no la abres no dice nada.
Para todo sirve el refranero.
(Grabado de Edvard Munch)
(Grabado de Edvard Munch)
Antirrefrán: “Ojos que no quieren ver, el corazón se resiente”